Si puedo, evito la
palabra valentía. En mi inconsciente debe saltar un resorte cada vez que se me
viene a la boca y enseguida la sustituyo por otro término con connotaciones
menos desagradables.
La palabra valentía
tiene su lugar de honor en los himnos militares, en aquella imagen de hombre
sacando pecho, en esa manera tremendamente reaccionaria de entender la valentía
como una cualidad sólo apta para hombres, para machos.
El mundo está lleno
de personas valientes, claro, pero su valentía está escrita con minúsculas y su
arrojo suele ser anónimo. Para qué poner ejemplos, se muestran a nuestros ojos
a diario. Valientes son los que se buscan el pan en el otro lado del mundo, los
que defienden su espacio de libertad en una dictadura, los que dicen lo que
piensan a pesar de ganarse el rechazo o el desapego, los que luchan con
entereza contra una enfermedad mortal, los que viven dignamente a pesar de
tenerlo todo en contra, valientes son los que reaccionan con arrojo ante una
situación en la que desearían no encontrarse, que no han buscado voluntariamente.
Esa valentía no
tiene sexo ni nada que ver con la hombría, esa valentía no se basa en un
despliegue de chulería física; conozco personas poco audaces físicamente que
sacan el gigante que llevan dentro cuando de luchar contra una situación injusta
se trata. Pero aunque este mundo, por fuerza, está poblado de valerosos
supervivientes, procuro esquivar esa palabra.
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