Tras unas semanas
fuera, a mi vuelta he tenido la sensación de haber estado suspendida en el
aire, ajena al mundo, ausente de su inflexible, ruidosa e inexorable rueda,
necesitando exilio. Al posarme de nuevo sobre esta vida, que ha seguido
transcurriendo sin mí, he percibido efectivamente que nada había cambiado, que
todo seguía en su lugar y en cierto modo esto me ha hecho feliz. Casi he sonreído
al comprobar que la cotidianidad de nuevo me envolvía, pues a pesar de esa
multitud de pequeños acontecimientos encontrados ,tabla rasa como la corteza
terrestre sobre la faz del mundo. Todo huele, suena y viste igual, o tal vez es
que necesite sentirlo así.
Acaso, eso sí, unos
cuantos, bastantes, sueños renovados, rescatados; y otros tantos, los precisos,
pensamientos atrapados y enviados a algún lugar donde no los encuentre nadie. Hasta me han salido al encuentro las lluvias, ese ambiente húmedo con olor a
tierra mojada, que tanto me enternece; aun en tiempos de sequía la he sentido,
esa tenue luz de las opacas tardes de tormenta, que siempre me ha llenado de
quietud; esa serenidad de las aciagas horas escuchando la música de las gotas
de agua en el cristal, que tantos recuerdos me despierta. Unas metas
alcanzadas, algunas, otras aun por alcanzar. Y he sentido, una vez más, que el
otoño se deslizaba subrepticiamente bajo los últimos días del estío para hacer
notar su presencia, recordándome que aún sigo aquí, que aún es tiempo de
disfrutar esta vida que transcurre...
Que inevitablemente
siempre transcurre…
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