Pequeño y revoltoso como ese viento que oigo pasar junto a mi
ventana, así es este sentimiento. Escribo para no darle ocasión al olvido, a la
indiferencia, a esos fotogramas emparejados en la percepción de mi memoria. La
cortina pasada de moda que me roza la espalda, me sorprende mientras dejo que el
pálido sol termine de pasar según su camino. Y es que nada es perfecto, creo
que la vida es una pintura abstracta, mientras pienso en los cuadros hermosos
de una amiga que tenía pinceles en la mirada.
Hay momentos en los que las cosas pasan
inadvertidas, cosas que una percibe como triviales, y que, al cabo, pueden
resultar decisivas. Echas de menos a quienes no están (o casi) y que causan tus
melancolías. Personas que deberías arropar en lo más hondo de tu abrigo,
incondicionalmente.
Hay días en los que te despiertas con toneladas de
hormigón armado sobre el pecho porque justo unos segundos antes de abrir los
ojos has visto, has sentido, cómo ella se desvanecía en lo oscuro. Otros días saltas de la cama como si
durante la noche alguien hubiera borrado la carga que te anclaba a los abismos más
insalvables y negros. También hay días inertes y noches en calma, claro.
Cada día asumo con más tranquilidad que la vida es una
sucesión de cambios y que depende de una misma entenderlos como finales o
cambios de estado. Muchos de los cambios que nos sacuden, diría que la mayoría
de ellos, escapan a nuestro control; o al menos han escapado al mío hasta la
fecha, así que cada día estoy más segura de que lo que nos define es la forma
en la que nos enfrentamos a ellos.
Son tiempos de cambio, como personas y como sociedad,
y
debemos ser consecuentes con eso.
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